Mientras contemplo parte de la Ría de Arousa en esta estupenda tarde de julio se me vienen a la memoria los veranos, ya lejanos, de mi añorado Moral. Veranos que empezaban con la fiesta de San Juan (y San Peralta) de Rioseco, y que terminaban con la fiesta del Cristo.
Final del verano un tanto triste, porque se iban del pueblo los amig@s que residían fuera, y que no volvería a ver hasta otro verano.
A la vez también contento porque empezaba el colegio y volvía a ver a mis compañeros de curso, con algunos de los cuales tenía una relación especial y que a día de hoy y a pesar de no tener un contacto frecuente, sigo recordando y sintiendo como auténticos amigos.
Entre medias había trabajado todo el tiempo estival como peón de albañil en los primeros años, y dando clases a estudiantes en los últimos años. Trabajando para poder sacar algo de dinero con el que ayudar a mis padres para poder cubrir los gastos de mis estudios. Estudios a los que me dedicaba seriamente porque el verano como «currito» desde los 13 años me había servido para darme cuenta que realmente valía la pena estudiar. Además el estudio no era tan duro para mí como el trabajar durante diez horas al día haciendo pasta, barro o tirando ladrillos.
Por eso mismo tampoco era tan duro mi fin de verano. Dejaba de trabajar y empezaba a estudiar.
Lo de trabajar durante el verano me sirvió mucho para valorar el trabajo físico y el trabajo en general.
Me sirvió también para ver a personas que te miraban con cierto desprecio, incluso se burlaban de uno por tener que currar durante el verano. Estas eran las menos realmente. Las más, eran las personas que te animaban, y se dirigían a uno con cierto cariño, por el simple motivo de trabajar sólo en las vacaciones para luego estudiar.
Ahora mismo no cambiaría mis veranos pasados de currito por otros. La experiencia como albañil me vino muy bien para hacer de mis estudios algo principal.
Los veranos en que me dediqué a ayudar a chavales a preparar asignaturas o a repasarlas en clases particulares, fue una experiencia inolvidable. Me sirvió para tener un contacto con chavales de los que siempre me acordaré, y que sé que algunos de ellos, seguro, siempre me recordarán con un cariño especial. Desgraciadamente uno de ellos murió pocos años después por un accidente en plena juventud, y no puedo escribir esto sin recordarle. Era un gran chico.
Esta experiencia me enseñó a valorar una profesión como la de maestro. Por eso me indigno cuando veo a algunos de es@s maestrill@s, que son todo menos profesionales, que ensucian una profesión tan digna con su indecente dedicación o falta de dedicación a la misma. Desafortunadamente abundan los últim@s. Afortunadamente de est@s sólo queda el enfado momentáneo de sus incompetencias, y nunca quedará el recuerdo que dejan los auténticos valedores de tan noble profesión.
Después del trabajo venían unos ratos de disfrute: Jugar al fútbol, bici, tonteo, ligues, o intentos de ligues del verano.
Mención y recuerdo para nuestras peñas. Bodegas en las que hacíamos la limonada. Ratos que pasábamos en ellas con el fresco que hacía dentro y que provocaba que nadie se acordara del calor de fuera.
Los fines de semana en Rioseco. A la discoteca los primeros años de mis salidas, o a los bares de copas años después. Veranos en que conocíamos chicas que hacían que estuvieses esperando toda la semana a que llegase el sábado para ver si volvías a coincidir. Quizá luego ni te atrevías a decirlas nada. O quizá las veías con otro chaval y se te caía el cielo encima. Quizá a veces te atrevías y la decías algo o, quizá te lo decía ella a ti y entonces te sentías el tío más afortunado del mundo.
También estaban las fiestas de los pueblos. Las verbenas. Los partidos de fútbol contra los de pueblos cercanos.
En fin, veranos inolvidables. No porque fueran unos veranos especiales. Sí, porque sobretodo, coinciden con edades inolvidables. Edades que además son muy decisivas, creo, para nuestra manera futura de ver y del devenir de la vida.
Termino con un texto de Antonio Machado:
«Es una hermosa noche de verano.
Tienen las altas casas
abiertos los balcones
del viejo pueblo a la anchurosa plaza.»
En el amplio rectángulo desierto,
bancos de piedra, evónimos y acacias
simétricos dibujan
sus negras sombras en la arena blanca.
En el cénit, la luna, y en la torre,
la esfera del reloj iluminada.
Yo en este viejo pueblo paseando
solo, como un fantasma.»
8 de julio de 2015
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