Llevaba más de tres meses en la ciudad. Me había incorporado al trabajo de funcionario del Estado, y aunque no tenía un sueldo muy alto para el nivel de vida de una gran ciudad como aquella, sí tenía unos ingresos como nunca había conseguido, y con un trabajo que me complacía, y que además me permitía disponer de tiempo libre para disfrutar conociendo lugares nuevos, como siempre había deseado.
Compartía piso en alquiler con dos chicos que había conocido un año antes en nuestra ciudad de origen, mientras preparábamos distintas oposiciones. El destino nos hizo coincidir a los tres en la misma ciudad, y en casi idénticas fechas, por lo que decidimos juntarnos para conseguir una vivienda asequible económicamente, y que fuera lo suficientemente confortable y de nuestro gusto. Así fue como nos instalamos en el Ensanche barcelonés. Decidimos sortearnos las habitaciones, y aunque a mí me tocó la más pequeña, mi amigo Manuel no dudó en cambiármela por la suya. Le daba igual, me dijo. Por supuesto no pudo dejar de decir, mientras se reía socarronamente, que no quería limpiar tanto.
Este fue uno de los pequeños detalles que pueden explicar cómo era Manuel. Un chico que lo que siempre buscaba era agradar, aún en los mínimos detalles, a las personas que tenían la suerte de cruzarse en su camino. Estar a su lado era disfrutar del momento. Era gracioso y muy simpático. Tenía esa gracia que se dice natural, y juntando eso, a que era la típica persona bonachona, teníamos una mezcla perfecta.
Pues bien, una tarde, ya casi noche, aparece Manuel al que le había tocado trabajar un rato por la tarde, y me comenta que ha conocido a una chica espectacular. Tras salir de la oficina cogió el metro de regreso a casa. Como el trayecto era largo, se sentó en uno de los pocos asientos libres que quedaban en el vagón. Coincidió al lado de una chica de media melena pelirroja, y que tras algunas miradas que él intentó disimular, no pudo evitar prendarse de esa cara y de esos hermosos ojos azules. Tras dos paradas del metro tuvo un impulso, y sin más se dirigió a ella:
– Perdona, no pienses que soy un pervertido o algo parecido. Llevo tres meses en Barcelona. Ahora mismo vengo de trabajar. Estoy pensando que es muy probable que no te vuelva a ver, lo que es una pena para mí, porque esta ciudad es enorme, y más si la comparo con la mía, que es Palencia. Te veo tan guapa que necesito decírtelo. Perdona … No quiero que te asustes, pero es que no he podido evitarlo. ¡Hala ya di la nota! ¡Qué vergüenza! De nuevo, perdona.
– ¿Haces esto a menudo?
– No, en Palencia no hay metro. Tampoco veo chicas tan guapas a menudo.
– Metro no, pero en Palencia hay chicas guapas.
– Por supuesto, algunas hay, pero yo jamás me he atrevido a decírselo a ninguna.
– Venga allá, con el morro que echas al tema
– Qué va, si soy muy tímido
– Ya veo, ya
Tras una charla de unas pocas paradas más deciden bajarse juntos en una estación donde, según le dice su nueva amiga Ariadna, había un bar que quería enseñarle.
Todo esto pasó un martes.
Ariadna era una joven universitaria, que estaba en tercero de medicina, y que aquel día del metro coincidió que venía de hacer un examen. No estaba muy contenta por cómo la había quedado, pero parece ser que mi amigo Manuel había hecho que se la fuera de la cabeza el examen, y además la había hecho reír.
Quedaron para el sábado en el bar al que le había llevado Ariadna. Manuel no se dio cuenta que ese día tenía guardia, y no podía acudir a la cita a la hora. Era un desastre, y había perdido el número de teléfono de ella para avisarla. Así que, lo que se le ocurrió es que fuera yo a su cita, para explicarla que no saldría del trabajo hasta las diez de la noche, y según se lo tomara, según discurriera mi encuentro con ella, podríamos despedirnos al momento o congeniar y poder pasar un rato juntos. Manuel insistía en que era una chica estupenda, y lo que le preocupaba era darla un plantón. No se merecía una cosa así. Por lo demás insistía que si me gustaba y congeniaba con ella, él feliz. Hay que pensar que hablo de una época en que los teléfonos existentes eran los fijos, hoy en día estas situaciones no serían ni parecidas. Una situación un poco rara, pero que tras insistirme un poco decido acceder a su deseo. Una chica pelirroja y de ojos azules era fácil de ver en un bar, y a una hora concreta, pero otra vez un desconocido, qué iba a pensar la chica.
El sábado a las siete de la tarde me presento en el sitio, bar El Brasileño en una zona muy típica de la ciudad. Ellos habían quedado a las siete y media. El sitio me recordaba a un garito que frecuentaba en Coruña, mientras realicé un curso en esa ciudad tras la oposición, y me llevé una grata sorpresa. Era un sitio que de entrada me parecía muy agradable: con mesas redondas con cuatro sillas cada una, y una lámpara en el centro. Gente sentada charlando, y una música débil de fondo. Barra bastante amplia y con algunas, no muchas banquetas. Fui hacia la barra y me pedí un quinto. Pensé que, mientras esperaba, estaba bien. Antes de acabar la cerveza, antes de la hora de la cita, se acercó una chica pelirroja a la barra, y oí decir al camarero que se sentara, que ya pasaba él por la mesa. Entonces me acerqué hacia ella, y antes de que se fuera hacia una mesa la pregunté si era Ariadna.
-Sí, soy yo. Y tú, ¿quién eres?
-Soy Alberto. Soy amigo de Manuel y vengo a decirte que no puede venir. Tiene trabajo y no sale hasta las diez. Siente mucho no haber podido avisarte antes, pero perdió tu teléfono. De verdad, que lo siente mucho, y me ha insistido para que venga yo a disculparme en su nombre, y no te enfades demasiado con él.
– Vale. Pues gracias por venir. Perdona, ¿tu nombre?
– Alberto
– ¡Ah! sí, Alberto, ¿Tú eres uno de los chicos con quien comparte piso? El que trabaja en …
– Sí, ese soy yo.
– Sabes que tengo un problema con …
– ¿Nos sentamos, tomamos algo y me cuentas?
– Sí, mejor. Aunque llevo unos días que no paro de hablar con desconocidos
– Es la mejor manera de conocerles. Que conste que yo he venido porque Manuel me dijo que eras de fiar. Porque no suelo quedar solo con desconocidas, en un bar que no conozco, y en una ciudad tan grande como esta.
– Otro desconocido y otro vacilón … Esta bien, seré buena contigo. No te preocupes que hoy no te secuestraré.
– Si es así, ya me quedo tranquilo
Nos sentamos y estuvimos hablando y hablando. Fantástica chica. Guapa por fuera y encantadora por dentro.
Era una catalana de las de ocho apellidos, como se diría ahora. Muy enamorada de su tierra, pero también del resto del mundo. Lo que más la gustaba, según decía, era conocer gentes y lugares, disfrutar de los pequeños momentos, y sobre todo estaba ilusionadísima con terminar sus estudios de medicina, y poder ejercer algún día la profesión. Hablaba con mucho entusiasmo de la ciudad donde vivía, y del pueblo de su padre. La encantaba enseñar a los demás los sitios que a ella la parecían hermosos.
A pesar del poco tiempo que llevaba en la ciudad, conocía un garito que estaba seguro, que si aún Ariadna no había descubierto, la iba a impresionar. Era un café bar que me había enseñado un compañero de trabajo, y que regentaba Juan, persona, que entre otras, contribuyó a que guarde unos recuerdos imborrables de los años que estuve por la ciudad, profesional además en la preparación de cócteles. Jamás había probado un cóctel en mi vida. A estas alturas reconozco que ya he probado muchos, pero jamás he probado cócteles tan ricos como los de Juan. Siempre mantengo la esperanza, y por eso sigo pidiendo alguno de vez en cuando, pero nada. Pensando que la iba a gustar, decidí proponerla visitar el café del cóctel, como yo le llamaba. Estaba relativamente cerca y decidimos ir andando.
Pedimos un cóctel de cava, y lo tomamos con algo que nos pusieron para acompañar la bebida. Ariadna me dijo entonces, que el paseo había valido realmente la pena. Fue a partir de ese momento cuando me empezó la sensación de temblor cada vez que sentía que la dulce mirada de Ariadna se dirigía hacia mí. Sensación que ya nunca perdí del todo.
El tiempo voló y propuse que fuéramos a esperar al trabajo a Manuel, a lo que Ariadna respondió: -¿qué Manuel? – Nos reímos los dos.
Desde luego aquel primer contacto con Ariadna, me hizo sentir como que la conociera de mucho tiempo. Era una chica abierta, muy simpática y también, al igual que Manuel, muy vacilona, en el mejor sentido de la palabra. Yo pensé: la chica de Manuel. Eran iguales. Bueno, por supuesto, Manuel muchísimo más feo, obviamente. Ella era preciosa. Ojos azules y totalmente expresivos, y su cara blanca, con una expresión mágica. Desde entonces, cuando veo a una pelirroja no puedo dejar de observar durante un instante su cara. Quizá sea Ariadna.
Me alegraba mucho por mi amigo, pero también pensaba, qué pena que la conociera él primero.
Cuando salió Manuel del trabajo no pudo disimular su alegría.
Ariadna le dijo: -Sí, ríe, ríe … Además de que en tu primera cita conmigo te pongo los cuernos con tu amigo, vas a tener que invitarnos a cenar .
Manuel encantado de ver a Ariadna alegre, y agradecido de su amigo, como no paró de decírmelo durante tiempo, por haberle salvado su cita.
Lo que pasó después entre estos tres amigos requeriría de otro u otros relatos.
Quizá para otra ocasión.
Cada vez que te recuerdo
me pongo triste y alegre.
Alegre por haberte tenido,
triste por ya no tenerte.
18 de septiembre de 2016